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Adaptarse al trabajo

Vivir en la República Dominicana ha sido una de las experiencias más enriquecedoras de mi vida, aunque también llena de retos. A pesar de que nuestras culturas tienen puntos en común, las diferencias se sienten desde el primer día. Cuando comencé a trabajar en el Hotel El Embajador, fue cuando realmente entendí esas distinciones. Venía de Andorra, un lugar donde el ritmo de trabajo es rápido, las horas están muy marcadas y todo se maneja con seriedad. Pasar de esa estructura a un entorno más relajado, donde los atascos son parte del día a día, los turnos cambian sin previo aviso, y las jornadas laborales a menudo se extienden sin problema más allá de las 8 horas, fue un cambio difícil de asimilar.

Acostumbrado a cumplir mi jornada en un tiempo determinado, me encontré con que en República Dominicana no era extraño terminar después de 10 horas y que los horarios de comida eran muy diferentes. Allí, se desayuna tarde y se almuerza temprano, a eso de las 11:30. Y aunque me costó adaptarme, poco a poco fui entendiendo la flexibilidad que caracteriza a la cultura dominicana, algo que al principio chocaba con mi forma de ser, siempre tan nerviosa y orientada al reloj.

Pero la vida en este país es vibrante, y es imposible no sentirse contagiado por la alegría y calidez de su gente. Desde la música que parece sonar en cada esquina hasta la hospitalidad que te rodea, todo tiene un color especial. Aunque el trabajo era exigente y los madrugones, los cambios de turno y los atascos me parecían complicados al principio, pronto empecé a ver que los dominicanos enfrentan todo con una sonrisa. Descubrí que, aunque el ritmo es más pausado, hay una pasión y un disfrute por la vida diaria que me enseñó a relajarme y a encontrar la belleza en las pequeñas cosas.

Altagracia, mi vecina, y su familia se convirtieron en parte esencial de mi vida allá. Me acogieron como uno de los suyos y me ayudaron a integrarme en una comunidad que no conocía, pero que rápidamente me hizo sentir en casa. Sus hijos, Jefrey y Keyla, y su esposo Daniel, quien incluso me enseñó a bucear, fueron una ventana al corazón de la cultura dominicana. Desde las comidas compartidas hasta las charlas sobre la vida, me di cuenta de que había mucho más por aprender de este país y de su gente que cualquier manual de trabajo o rutina diaria pudiera enseñarme.

A lo largo de los años, he llegado a apreciar esta forma de vivir más pausada y relajada. Aunque al principio me costó adaptarme, ahora miro atrás y siento orgullo de haber pasado por esa transformación. La República Dominicana me enseñó no solo a ser más flexible en el trabajo, sino también a disfrutar más de la vida, incluso en medio de los atascos y las largas jornadas. Vivir allí fue, sin duda, una experiencia única y que llevó mi crecimiento personal y profesional a otro nivel.

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